Tu arte como mi forma de vivir
Dos años después
Caminé poco más de dos metros y dejé el clavel rojo en la parcela, limpiando el nombre que tenía algunas hojas de algún árbol.
–Hola… te extrañé –me senté en el pasto mojado, agachando la cabeza para verlo– papá… van dos años. Sigo buscando, pero por cada paso que doy hacia adelante, doy tres para atrás. Hay un más de cincuenta Gerard Way en cada uno de los estados, ¡y a cada uno que llamo me dice que no pinta! No está haciendo ninguna puta exposición, no sé dónde ubicarlo, ¡¿qué carajo tengo que hacer ahora?! –una lágrima resbaló por mi mejilla, pero me tragué todas demás– papá, vos sabías todo de cada cosa existente, vos eras el sabio. Dame un poco de ayuda. Te necesito… –un par de minutos después me despedí de mi padre y caminé hasta la H3.
Sonreí.
–Gracias. Gracias, millones de gracias –tomé el papel que tenía pegada la parcela y salí corriendo hacia mi casa.
Me preparé con mi mejor ropa. No era exactamente un esmoquin, pero sí era un lindo sweater… ¡con llamas! Pero eso sí, me bañé tres veces por los nervios. Al menos no tendría mal olor.
El taxi me costó mucho dinero, pero valió la pena: apenas llegué, su foto me invadía, estaba en toda dirección en la que viera. Veía gente entrar al recinto, millones y millones, algunos demasiado formales y otros demasiado casuales.
Me paré frente a la puerta de roble. ¿Qué iba a hacer? Había terminado con él hace dos años, quizás estaba en pareja, o con una hija, o no me quería, o me echaba, o…
–Señor, ¿va a entrar? Tenemos que cerrar la puerta… –me dijo un hombre alto, forzudo y vestido de negro. Entré con los ojos cerrados, pero al abrirlos no lo vi por ningún lado.
El arte en las paredes me emocionaba, hacía mucho tiempo que no veía ninguno de sus cuadros. Incluso en todas las tardes que me pasé en la plaza por si regresaba… jamás había visto rastro de ellos, menos de él.
–Fíjate la evolución de las pinturas –dijo un hombre con acento español a una mujer. Señaló la primera que había pintado, sobre todo con negro y gris– fíjate la oscuridad de su arte en la primera, segunda, tercera… –fueron recorriendo las pinturas comentando sobre ellas mientras yo los seguía, disimulando.
Había tres carteles en toda la sala. El primero, entre la sexta y séptima pintura.
En esta etapa, las personas que creí que eran las más importantes de mi vida, murieron… este segmento está dedicado a mi ebuela, Elena Lee Rush y a mi esposa Lindsey Ann Ballato. Las amo, espero volver a verlas algún día.
En el segmento se podía ver, en la mayoría de los casos, a dos mujeres diferentes. Una pintura como ángeles, otras como demonios.
El segundo cartel estaba entre el decimonoveno y veinteavo cuadro.
Esta es una de las etapas más importantes de mi vida. Conocí a la persona que iluminó mis días, la real importancia de mi vacía existencia, la única que logró robarme realmente el corazón.
Frank Anthony Thomas Iero Priccolo, te amé desde un principio.
En ese segmento, había pinturas que me descubrían cocinando, cambiándome, durmiendo, haciendo arte de lo más cotidiano de la vida.
Recorrí el pasillo hasta la última pintura. A su costado, estaba el último cartel.
Quizás estén pensando que la exposición acaba acá… bueno, en esta etapa de mi vida pensé que mi exposición terminaba trágicamente: la persona que más amé en la vida me dijo adiós. No le pedí explicaciones ni me puso excusas, tampoco lo dejé hacerlo. Aprendí a aceptar que las cosas, en la vida, vienen y se van. Y de esas, las que se van, hay que recordar lo mejor que tuvieron.
Así como mi vida no terminó, tampoco esta exposición: aún queda mucho por ver. Los invito a que corran la cortina color vino que tienen a su derecha y pasen a ver la perfecta imperfección de una persona.
Crucé esa cortina y mis ojos se llenaron de lágrimas con sabor a felicidad. Mucha felicidad.
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